Hay algo más triste en San Valentín que tener
pareja y no poder pasar el día con ella. Pues eso es lo que me pasa este año.
¡Sorpresa! Después del último 14 de febrero
en el que recibí una encantadora postal de un hombre misterioso, acabé saliendo
con él. Que no era más que Marc, mi compañero de trabajo. Llevamos saliendo
desde entonces y es tan maravilloso como parecía a distancia.
Pero este lunes el dictador de la oficina
mandó a Marc a coordinar un proyecto de suma importancia a una de las
sucursales situada a 2000 kilómetros. “Como mucho estará fuera un par de días”,
dijo el tirano con una cruel sonrisilla en los labios. Pues han pasado cuatro, hoy
es San Valentín y ni rastro de Marc.
No sólo voy a pasar el día sola sino que ayer
me llamó para decirme que no llegaría a tiempo y le grité como una energúmena.
Así que ahora además de pasar el día tristona, tendré que disculparme con él
por haber perdido los papeles. ¡Que asco de día!
En la oficina se respira un ambiente que
fluctúa entre la felicidad del que está emparejado y la burla hacia los menos
afortunados. Está resultando un día de pena.
Cuando regreso de comer encuentro sobre mi
mesa una cajita con un lazo rojo.
Miro a los lados esperando ver a Marc
aparecer inesperadamente, luciendo esa encantadora sonrisa suya. Para mi
decepción eso o ocurre.
En el interior de la cajita hay unas piezas
de scrable. Esa es la típica cosa que se puede esperar de Marc, un acertijo.
Eso me hace sonreír por primera vez en lo que llevamos de semana. Discretamente
guardo la caja en mi bolso, no quiero a los cotillas de la oficina metiendo el hocico
en mis asuntos.
Las horas se arrastran con lentitud mientras
la jornada laboral se va agotando.
Nos abarrotamos en el ascensor en una
estampida cronometrada. Parece que hoy aún hay más prisa que nunca por salir
del trabajo.
-Pobrecilla –dice Deidre con retintín-. Parece
que vas a pasar otro año sin novio.
-Yo estoy aquí para servir a las necesitadas –dice
Jorge a mis espaldas.
-No te ofrezcas tan desinteresadamente –dice Alex
con una risilla cruel-. Que luego vas a pagar por ello.
-¿Sabes, Dee? Creo que eres muy valiente, que
nervios de acero tienes. Yo, si mi marido se hubiera fugado a Miami con su amigo
de instituto, no lo llevaría con tanta entereza como tú.
-¡Eso no es cierto! –protesta Deidre tan
ofendida que sólo consigue corroborar mi mentira.
-Vamos, vamos, estamos entre amigos no tienes
nada de qué avergonzarte. Y Jorge, no hay extinción de la humanidad que pueda
lograr que yo me acueste contigo. Por último, mi consejo para ti –le digo Alex-.
Tu aliento ahuyentaría a una mofeta, por eso ni las mujeres más desesperadas
pueden soportar ni 5 segundos tu presencia.
Los demás en el ascensor se ríen por lo bajo.
-Tú te lo pierdes –dice Jorge ofendido
mientras sale del ascensor.
-No eres capaz de aceptar una crítica –dice enojado
Alex, siguiendo a su colega.
-Esto no te lo voy a perdonar nunca –dice
Deidre alejándose con el porte de una reina.
Pero lo que ellos no ven es que los demás del
ascensor me hacen gestos de complicidad. Parece que no soy la única a la que
han molestado.
Al fin a solas en mi apartamento, vacío el
contenido de la cajita en la mesilla del salón. Y enfrento el reto de descifrar
el mensaje de Marc.
Justo acabo de ordenar las piezas cuando suena
el teléfono, ese es Marc. Quién hubiera imaginado que hasta en la distancia
podría lograr que este sea el mejor San Valentín de mi vida.
Nunca
he entendido por qué se utiliza el término “ser un gallina” para describir una
persona cobarde. Si tienes mala suerte y el que te acusa es un graciosillo,
hará un sonoro co-coc y aleteará vergonzosamente con los brazos.
El
que cree que una gallina es un espíritu cobarde es que nunca ha intentado coger
un huevo de debajo del plumífero animal. Te llevas algunos picotazos, un amago
de infarto por la alharaca y la agitación de plumas, terminado con unas garras
como cuchillas intentando arrancarte los ojos. A mi no me parece una actitud
cobarde.
Aunque,
vale sí, si se cuela en el gallinero un zorro y las mira como si fueran un
pollo a l’ast, ellas huirán despavoridas. ¿Pero quién puede culparlas? Yo
cuando un hombre me mira con deseo también huyo, pues no puede ser más que un inspector de
hacienda.
Recientemente,
gracias a la forma de actuar de una persona cercana a mi, he descubierto el
verdadero sentido del término “ser un gallina”. Siguiendo con la analogía
animal, una gallina que pone un huevo (que es la parte difícil del proceso) y
luego pretende que nazca el pollito sin incubarlo. Un pollito requiere para
crecer: calor, mimo, que le den la vuelta de vez en cuando y lo protejan de la
mano ladrona. Y no llegará a buen término sólo con la intervención del destino
o de la divina providencia.
Cuando
uno emprende un proyecto no sólo tiene que hacerlo en sí mismo, hay que cuidar
los detalles, implicarse, dar lo mejor de uno mismo y perseverar. Es cierto que
el camino está lleno de frustración, hastío, decepción y obstáculos, pero para
eso existe el tesón.
No
podemos hacer como la gallina cobarde que levanta el ala hacia el cielo y grita
¡¿por qué a mí?! Cuando ve que de los huevos de sus compañeras salen hermosos
pollitos y del suyo no. Pero cuando se le pregunta por qué no lo ha incubado
siempre tiene una excusa: que me dan calambres en las patas, que los huevos le
producen alergia, etc…
Es
triste ver a alguien con capacidad para
lograr grandes cosas, dejarse vencer por el temor o la vagancia y escudarse
tras excusas para no llegar al final con sus proyectos. Pero así es el libre
albedrío, somos seres dotados de la capacidad de elegir libremente cada una de
nuestras acciones, para bien o para mal.