Ser ardilla es lo mejor del mundo, siempre y cuando
tu tatarabuelo no se pase el día rememorando sus hazañas. Hoy toca aquella de
que en la época de Almanzor, las ardillas podían cruzar la Península Ibérica
sin pisar el suelo. Ahí empieza una disertación de tres horas de cómo saltaban,
él y sus colegas, de rama en rama para llegar de Cádiz a los Pirineos.
Es la millonésima vez que oigo esta historia y no me
parece para tanto, aunque al menos no es la historia de cuando se le enganchó
la cola en la rueda de una bicicleta. ¡Uf! Ten familia para esto.
El relato de mi tatarabuelo Artemio me ha dado que
pensar.
Si emprendo la aventura de cruzar la Península, le
demostraré que no es para tanto y dejará de dar la vara con esa historia.
Me encuentro rodeado de mis seres queridos que han
venido a despedirme. Mis amigos hacen guasa y apuestan entre ellos en qué
estado lamentable regresaré. Mis novias, ellas lloran desconsoladamente.
Normal, pues se va la más irresistible, elegante, machote y glamurosa ardilla en
kilómetros a la redonda. Me atuso la cola son sensualidad en su honor y ellas
se desmayan. No esperaba menos de ellas. Y mi familia, algunos lloran, otros me
dan palmaditas en la espalda y mi tatarabuelo Artemio, mueve la cabeza de un
lado a otro mientras su mirada dice: “tenía que ser mi nieto”.
Yo les demostraré que cruzar la Península no es para
tanto.
Me alejo del único hogar que he conocido para
adentrarme en una tierra árida y seca. Aquí no hay un árbol, ni un triste
matorral donde guarecerse del abrasador sol. No me queda más remedio que ir
dando brinquitos indignos de mí, para no abrasarme las patitas en este suelo
desértico.
Después de caminar horas bajo el abrasador sol y haberme
quedado seco como la mojama, empieza a llover. Bendita lluvia, no solo mitiga
el calor del sol sino que me proporcionará agua para beber.
¡Caramba! Esta lluvia no tiene intención de parar,
lleva así horas.
El cauce del río que antes estaba seco y agrietado
ahora baja lleno y furioso. Sigo recorriendo su ribera para encontrar un sitio
para cruzar.
De repente un estruendo cataclísmico precede el
desbordamiento del río que me arrolla y me arrastra con él. En un desesperado
intento de salvar mi vida me aferró a una escuálida rama de un escuálido
arbolito. Con mi inigualable tenacidad me encaramo por la ramita hasta un lugar
en lo alto, donde estaré a salvo de la riada. Ahora estoy tiritando de frío y
miedo, y mi hermoso pelaje está sucio y enredado.
Al fin he podido dejar atrás el desastre del río y
ya más tranquilo me he detenido a acicalarme, pues es la primera ley, que una
ardilla de bien, no puede andar por el mundo hecha unos zorros.
Los pelillos de la nuca se me ponen de punta al oír
un gruñido a mi espalda. Me giro lentamente para encontrar unas fauces de
dientes afilados que no dejan lugar a dudas de sus intenciones de comerme.
Salgo disparado para poner cuanta más distancia entre él y yo mejor. De repente
un pedazo de suelo a mi lado estalla, llenándolo todo de terruños de tierra. A
cierta distancia diviso un humano que me mira maliciosamente y me apunta con un
arma.
A su pero de caza no parece gustarle que le den
plantón y también me persigue gruñendo.
Es vergonzoso para alguien de mi categoría tener que
huir para salvar la vida, pero uno hace lo que tiene que hacer y punto.
Empiezo a temer que nunca me los quitaré de encima
cuando diviso a un agujero, y me meto en él de cabeza.
Tras unos minutos consigo calmarme un poco, para
descubrir a mi lado un pelaje blanco, unas orejas largas y un hocico
intranquilo.
-Siento haber invadido tu madriguera –le digo, pues
uno nunca deber perder las formas.
-Tranqui, tío. No es mía –dice el conejo.
-Ah –yo espero que al propietario no se le ocurra
aparecer ahora.
Pasan horas y parece seguro aventurarse al exterior,
no hay ni rastro del cazador ni de su cánido amigo. Así que reemprendo mi
viaje. A la lejanía diviso una franja oscura que serpentea a través del valle.
Me acerco, parece que esto es lo que los visitantes han llamado “carretera” con
los ojos abiertos y voz llena de temor y una advertencia de los enormes
peligros que supone cruzarla.
Tiene una textura extraña pero no parece peligrosa
en absoluto. Levanto la cola con gesto orgulloso y me dispongo a cruzar la
“carretera”. Surgido de la nada se abalanza sobre mi un monstruo de ojos redondos
y piel reluciente. Me agacho para esquivarlo y pasa de largo. Me doy la vuelta
para sacarle la lengua y otro monstruo se abalanza sobre mí. Corro para salvar
mi vida pero me precipito en la trayectoria de otro monstruo brillante. Después
de varias fintas, carreras y saltos consigo salir de la carretera, con el
corazón a mil y las piernas flojas.
Me subo a un
olivo para descansar un rato, me siento en una rama y disfruto de la vista. Una
vista preciosa. Un poco más tranquilo miro a mi izquierda y el corazón casi se
me sale del pecho al ver una lechuza a mi lado.
“Voy a morir convertido en un pincho de carne”
pienso frenético.
Pero la lechuza ni se mueve, me fijo mejor y
descubro que está dormida. Con gran sigilo abandono el árbol con la esperanza
que no se despierte. Corro como un loco a través del campo con la esperanza de
poder ponerme a cubierto antes de que me descubra.
Corriendo como un loco me adentro en un campo de
frondosa hierba. Para bajar el susto me pego un atracón de jugosos tallos. De
repente el suelo bajo mis pies empieza a temblar, lo que me faltaba: un
terremoto. Pronto descubro que no lo es, pues una enorme bestia con dientes
giratorios se abalanza sobre mí. Huyo como alma que lleva el diablo hasta que
logro salir del campo de la muerte y me encaramo un árbol con el corazón en la
boca.
He perdido otros dos meses de vida y me pelaje se ha
vuelto menos lustroso. Cuando consigo aplacar mi desbocado corazón me doy
cuenta que estoy rodeado de frondosos árboles, esto se parece a la descripción
del tatarabuelo Artemio del bosque del Pirineo.
A fin he llegado a mi destino. ¡Hurra! ¡Soy el
mejor, el único, el rey!
Se van a quedar de piedra cuando les cuente mi
viaje, pero… ¡Bellotas! Para eso tendré que volver a cruzar la Península. Una
solitaria lágrima surca mi rostro mientras pienso: dónde se habrán ido los
hermosos bosques que me permitirían volver a mi hogar sin pisar el suelo.
Snif, snif.
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